Javier
Infante
Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales,
Universidad Adolfo Ibáñez; Licenciado en Ciencias Sociales mención Derecho,
Universidad Adolfo Ibáñez; Magíster en Derecho de los Negocios, Universidad
Adolfo Ibáñez; Diploma en Estudios Avanzados (DEA) en Historia del Derecho,
Universidad de Navarra; Master en Derecho, Universidad de Navarra; Doctor en
Derecho, Universidad de Navarra; Doctorando en Historia, Universidad de
Sevilla; Miembro de la Sociedad Chilena de Historia del Derecho y Derecho
Romano; Director de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía. Es
investigador del Centro de Estudios Constitucionales y Administrativos de la
Facultad de Derecho de la Universidad Mayor.
Hace algún tiempo, el Presidente de la República
calificó a la educación como un bien de consumo. ¡Horror!, gritaron la “gran
mayoría” de chilenos ante tan descabelladas palabras. Si la educación es un
derecho universal ¿Cómo puede ser un bien de consumo al mismo tiempo?
Evidentemente es imposible. O al menos eso piensa la “gran mayoría”. Me gusta
usar este último concepto entre comillas, ya que casi siempre se utiliza para
señalar algo inexistente. Los chilenos –valga ver el acontecer nacional diario-
somos muy distintos unos de otros (afortunadamente), y rara vez nos ponemos de
acuerdo, ni siquiera en los temas importantes. El concepto de la “gran mayoría”
entonces, opera como una especie de comodín que se puede adaptar –caprichosa y
antojadizamente- ante cualquier declaración necesitada de legitimidad y apoyo
popular. Por consiguiente me alejaré de la opinión de la “gran mayoría”, e
intentaré comprender si la veracidad o falsedad de una declaración depende del
número de adeptos que la sostengan, o bien vale per se.
Propongo entonces que comencemos en la siguiente
pregunta ¿Qué es la educación? La Real Academia de la Lengua española, nos
entrega varias acepciones del término, que van desde la acción de educar, hasta
el buen comportamiento o etiqueta. A juzgar por el actuar de muchos de quienes
han hecho de la educación su bandera de lucha –o plataforma o trampolín-, esta
última acepción queda fuera de la discusión. Debemos entonces entender
educación, como la acción de educar. Sin embargo esto no nos adelanta mucho en
nuestra búsqueda. ¿Qué es educar? En este punto las definiciones difícilmente
agotan el contenido del concepto. Convengamos en que educar es sinónimo de
instruir, de transferir conocimientos, destrezas, habilidades o capacidades. En
consecuencia, transmitir saber. La educación consiste en el acto de transmitir
saber: de enseñar.
De la mera definición esbozada, resulta evidente
que la educación no es un acto entre iguales, al menos en relación con los
conocimientos que se transmiten. Si ambos fueran iguales sobre ese punto, el
acto carecería de total sentido. Por lo tanto, vemos que quien transmite
conocimientos –profesor, instructor, tutor, o como quiera que se le llame-, se
ubica en una posición distinta a quien recibe dichos conocimientos –el alumno,
estudiante o pupilo-.
Dejando bien claro lo anterior, la pregunta que
debemos hacernos es la siguiente: ¿Cómo –entonces- se genera la relación entre
tutor y pupilo? En la antigüedad, el pedagogo era efectivamente un esclavo a
cargo del cuidado de la instrucción de los hijos de su señor. La relación
entonces, no era libre y dependía de la voluntad del amo, quien obligaba a su
esclavo –su propiedad- a desplegar cierta actividad. Hoy en día
–afortunadamente- la situación es muy distinta. Las personas somos todas
iguales ante la ley, y en consecuencia disfrutamos de idénticos derechos. Nadie
es amo o señor sobre su prójimo. Esta declaración resulta tan obvia que parece
una redundancia, más no debemos olvidar cuánta sangre se ha regado para llegar
a este nivel de asimilación.
Como consecuencia de dicha libertad e igualdad de
derechos, es que hoy podemos desplegar libremente nuestros talentos, nuestras
pasiones, nuestro trabajo. Sólo en libertad el intelecto humano puede
desarrollarse plenamente, sin distorsiones ni constricciones. Por ende, la
libertad no solo es una de las características de la actual educación, sino que
también su presupuesto.
Pero volvamos a nuestro objetivo principal. La
educación, hoy en día, es una actividad libre, desarrollada por hombres libres,
dirigida hacia otros hombres igualmente libres. No debemos esforzarnos mucho
para ver entonces, que la relación entre educadores y educados, se forma
también libremente, como un intercambio espontaneo entre dos hombres. Ese
consentimiento libre se forma en el mercado: el lugar donde los hombres libres
intercambian valores por valores. El consentimiento no se forma mediante la
fuerza o el vicio, sino mediante el libre consentimiento mutuo. El tutor posee
algo que el pupilo requiere –conocimientos- y a cambio de satisfacer su
necesidad este último está dispuesto a entregar algo a cambio. Negar que en
nuestra sociedad actual el medio de cambio más aceptado es el dinero circulante
– para todo lo demás, existe mastercard- , sería negar la realidad, y por lo
mismo diremos que usualmente el intercambio libre consistirá en el canje de un
servicio –el acto de educar- por un bien: dinero.
¿Pero cómo es posible que debamos pagar por algo que es un derecho? Debemos
aclarar que muchos de los derechos que se refieren a la dignidad del ser
humano, presuponen un costo. Alimentación, vivienda, salud, seguridad,
vestuario y transporte, requieren de financiamiento. Sea quien sea el que lo
costee, alguien siempre deberá pagarlo. La educación no escapa a este principio.
En consecuencia –Milton Friedman lo dijo expresamente- no existe tal cosa como
la educación gratuita: siempre alguien deberá pagar por ella. Otra cosa muy
distinta es decir que será libre de pago para el consumidor final del servicio,
lo cual no quiere decir que no lleve costos aparejados. En este supuesto,
pagarán el servicio personas que no están disfrutando del mismo. ¿Resulta
lógico esto? ¿No resultaría mucho más eficiente y justo que quienes
efectivamente requieren de un servicio paguen por él? Sostener lo contrario
equivale a socializar las perdidas y privatizar –individualizar- las ganancias.
Si extrapolamos esta solución a otras prestaciones que constituyen derechos
–vivienda y alimentación por ejemplo-, tendremos vivienda y alimentación libre
de costo para el consumidor, pero inevitablemente alguien lo terminará pagando.
Y ese alguien seremos todos.
Finalmente, todos estaremos pagando la
satisfacción de necesidades ajenas, necesidades
potencialmente infinitas. Y
cuando el hombre se ve obligado –forzado- a satisfacer necesidades ajenas y no
propias, deja de ser libre (Santiago, 7 junio 2013)
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